Entre los nombres que figuran en el altar laico de la historia rioplatense, pocos han sido tan desfigurados por la liturgia cívica como el de José Gervasio Artigas. El Artigas oficial —el de los murales escolares, los discursos vacíos y las marchas protocolares— es apenas una sombra anodina de lo que realmente fue: un insurgente liberal que se enfrentó, no solo al imperio español, sino a su versión criolla más peligrosa y duradera: el centralismo ilustrado.
Lejos de ser un precursor del populismo, del estatismo o del igualitarismo moderno, Artigas fue, en su núcleo más profundo, un republicano radical de inspiración anglosajona. Su lectura —directa o indirecta— de Thomas Paine, su concepción del pacto político como acuerdo entre comunidades libres, y su rechazo frontal a todo poder concentrado lo colocan en la línea de quienes entendieron que la libertad no se decreta: se construye desde abajo, entre iguales, y sin iluminados de gabinete.
Thomas Paine no fue un revolucionario sentimental. Fue un polemista implacable, un defensor de los derechos naturales y un enemigo de todo poder que no proviniera del consentimiento explícito de los gobernados. Su obra Common Sense (1776) es, sin exageración, uno de los textos fundacionales de la libertad política moderna. No predicaba la centralización jacobina, sino la emancipación individual y colectiva mediante gobiernos limitados, responsables y federados.
Artigas, ya formado en la frontera y expuesto a las ideas que cruzaban el Atlántico con la revolución americana, recogió ese espíritu. Su defensa de la soberanía de los pueblos, su convicción de que cada provincia debía autogobernarse sin dictados de una capital, y su propuesta de una Confederación de repúblicas autónomas, revelan una comprensión instintiva del principio liberal: el poder legítimo solo puede surgir de un pacto libre, nunca de la imposición.
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No es casualidad que la Instrucción del Año XIII, atribuida a su círculo más ilustrado, reclame no solo la independencia absoluta frente a España, sino también frente a cualquier poder centralizador: una república verdaderamente federada, con libertad religiosa, comercio libre y gobiernos locales soberanos. Paine habría firmado encantado.
En el pensamiento artiguista, el federalismo no es una herramienta administrativa, ni una concesión pragmática a las “realidades del interior”, como aún hoy repiten quienes piensan la política como un problema de ingeniería. Es un principio de libertad: una arquitectura institucional que impide la acumulación de poder, que distribuye la autoridad en manos de quienes verdaderamente la ejercen, y que reconoce que las comunidades locales saben mejor cómo vivir que cualquier tecnócrata en la capital.
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El federalismo de Artigas es, en este sentido, la negación del Leviatán moderno. Es la antítesis del modelo francés de Estado-nación racionalista, centralizado y uniforme que tanto fascinó a los próceres porteños. Mientras ellos soñaban con una república diseñada desde arriba, Artigas defendía un orden construido desde abajo. Su revolución no fue una ingeniería social: fue una restauración del derecho natural de los pueblos a vivir según su propia ley.
El artiguismo fue aplastado no por los realistas, sino por los centralistas. Su proyecto de Confederación —más cercano a Filadelfia que a París— no podía coexistir con la ambición hegemónica de Buenos Aires. El Directorio, símbolo del unitarismo ilustrado, no podía tolerar que las provincias eligieran su destino sin pedir permiso. Como todo proyecto liberal auténtico en estas tierras, el artiguismo fue traicionado antes de ser derrotado.
Desde entonces, la historia argentina y la uruguaya han oscilado entre dos polos: el centralismo tecnocrático, con sus promesas de orden racional, y los brotes siempre asfixiados de federalismo genuino. La figura de Artigas, vaciada de contenido, ha sido utilizada por todos, pero comprendida por pocos.
Reivindicar a Artigas desde una visión liberal no es una excentricidad historiográfica: es un acto de justicia intelectual. Fue un enemigo del despotismo ilustrado, un defensor del gobierno limitado, un creyente en el poder distribuido y en el pacto libre entre iguales. Fue, en definitiva, un hombre que entendió que la libertad no nace del centro, sino de los bordes. Y que cuando el centro se arroga el derecho a planificar el destino de todos, la libertad muere.
El artiguismo fue una revolución liberal derrotada. Pero su mensaje, aún ignorado por la pedagogía oficial, sigue siendo claro: sin federalismo real, no hay libertad duradera. Y sin límites al poder central, toda república es una ficción.